La noche avanzaba sobre São Paulo, y la lluvia que caía desde la tarde se había vuelto una tormenta furiosa, arrancando árboles, inundando calles, haciendo que la ciudad entera pareciera rendirse ante el temporal. Dentro del ático de Arthur, sin embargo, otra tormenta se gestaba: silenciosa, emocional, íntima.
Zoe observaba el agua resbalar por los cristales de la habitación de huéspedes. El viento golpeaba con fuerza, haciendo temblar las ventanas. Estaba sola. Y arrepentida.
¿Cómo había podido decir que no tenía preferencia sobre el lugar? Si hubiese sido firme, ahora estaría en su apartamento, lejos de Arthur, lejos de ese huracán de emociones que él despertaba y que ella trataba desesperadamente de controlar.
Los recuerdos insistían en tocar su puerta. Se había negado a cenar con él, y cuando la empleada fue a llamarla, respondió con frialdad. Pero Arthur, obstinado como siempre, le pidió a Cleide que le llevara la cena de todos modos, junto con un suéter suyo y las indicaciones d