Ella estaba allí. De pie, apoyada en la puerta, como un huracán a punto de arrasar con lo poco que quedaba de él. Pero, al mismo tiempo, había algo en sus ojos —una mezcla de sorpresa y dolor— que la traicionaba.
Porque Zoe también se quedó paralizada.
Había llegado cargada de furia, dispuesta a gritar, a exigir respuestas, a herir. Pero lo que encontró en aquella habitación no fue al hombre que odiaba, sino a un cuerpo roto. Un hombre pálido, debilitado, con la mirada vacía y la sombra del remordimiento marcada en cada linha de su rostro. El hombre que un día amó estaba irreconocible. Y eso, aunque quisiera negarlo, también la lastimaba.
Respiró hondo, intentando domar el vendaval que rugía dentro de su pecho. Pero sus ojos no perdonaban.
—No me llames así —dijo con voz helada—. Así que… esto es lo que querías —murmuró, baja pero cargada de rencor—. ¿Aun después de todo, sigues intentando controlarme? ¿Pensaste que iba a conmoverme con esto?
Arthur levantó la vista al techo durante u