Sabrina estaba impecable, sentada en el sofá como si fuera dueña del lugar. Su cabello rubio estaba recogido en un moño elegante, la bata doblada reposaba junto al sillón, y en sus labios descansaba una leve sonrisa —fría, calculada, como de porcelana.
Se levantó lentamente, acomodó la falda con delicadeza y caminó hacia Zoe con la seguridad de quien pisa territorio conquistado.
—Buenas noches, querida Zoe. ¿Cómo estuvo tu luna de miel? ¿Disfrutaste bastante tu cuento de hadas?
—Mi vida personal no te incumbe —respondió Zoe, firme—. Si viniste hasta aquí solo por eso, ya tienes tu respuesta. Puedes irte.
—¿Arthur te contó la verdad? Lo dudo. Una mujer con orgullo jamás se casaría con un hombre después de saber lo que hizo. Así que sí… tenemos un asunto serio que tratar.
Zoe cruzó los brazos, sus ojos se estrecharon.
—Tienes dos minutos.
—Vine a contarte la verdad. La parte de la historia que tu “marido perfecto” convenientemente olvidó mencionar —dijo Sabrina con un tono sereno, pero