El reloj marcaba casi el mediodía. La luz fría y pálida de una mañana de invierno se filtraba en la habitación del hospital. Afuera, el cielo seguía gris. El suero goteaba lento en el soporte metálico; la manta pálida cubría el cuerpo de Celina; los aparatos pitaban en intervalos regulares. Thor estaba allí, vigilante, con los ojos hundidos y el cuerpo exhausto. No había dormido ni un minuto en toda la madrugada.
Cada vez que entraba una enfermera, él se incorporaba, atento, queriendo saber cada procedimiento, cada detalle.
—¿Está todo bien con ella? ¿Y con el bebé?
Thor lo repetía sin descanso. Las enfermeras respondían siempre con paciencia, comprendiendo la angustia en sus ojos. Pero las respuestas no calmaban su pecho ansioso. Solo se serenaba cuando la miraba, incluso inconsciente, sosteniendo su mano con firmeza, como si a través de ese contacto pudiera protegerla de todo.
Celina se había movido varias veces, murmurando palabras desconexas. Cada vez, Thor apretaba más su mano y