Angélica negó con la cabeza, conteniendo las lágrimas.
—No voy a soportar ver a mi hijo de esta forma otra vez, Sara… —dijo con la voz quebrada—. Esto… esto me está matando. Y lo peor es que yo también tengo culpa. Y ahora…
—Angélica… —la interrumpió doña Sara, con dulzura—. Él está perdido, sí. Pero no podemos perder la fe. Todavía es aquel niño que criaste con tanto amor. Solo está herido. Paciencia, hija… todo se acomoda.
—No lo sé… —respondió Angélica, mirando a Thor como si buscara restos del hijo que conoció—. Esta vez está peor. Y también es mi culpa…
La tarde avanzaba lenta. El sonido de la televisión encendida solo para romper el silencio, el tic-tac del reloj de pared, los pasos amortiguados de las empleadas que circulaban por la casa. Angélica permanecía sentada en el sofá de enfrente, esperando. Rezando en silencio.
Cuando Thor empezó a moverse, ya pasaban de las tres de la tarde. Se estiró lentamente, llevó la mano a la cabeza, presionando las sienes. La resaca era cruel,