El atardecer derramaba una luz dorada a través de las rendijas de las cortinas, llenando la habitación de Celina con un resplandor suave que contrastaba con el torbellino dentro de ella. Acostada en su cama, mantenía los ojos fijos en el techo, intentando contener las lágrimas. A su lado, Zoe permanecía en silencio, respetando el dolor de la amiga, ofreciendo solo su presencia como consuelo.
Celina respiraba hondo, como si buscara fuerzas en el propio aire. El pecho le dolía. Para ella, el matrimonio de Thor e Isabela ya estaba sellado: un hecho cruel que intentaba tragar como si fuera una piedra afilada. Zoe, notando el sufrimiento creciente de la amiga, había tomado su celular más temprano y lo había guardado, temiendo que Celina se consumiera con las noticias sensacionalistas que dominaban los portales de chismes.
—Amiga, no te tortures, por favor —dijo Zoe, acariciando la mano de Celina—. Todo esto va a pasar.
—Quiero comer helado —respondió Celina, con la voz quebrada. Era un des