El silencio aún flotaba como un fantasma cuando Celina abrió los ojos. Las lágrimas corrían calientes por su rostro, pero ya no había sollozos. Solo quedaba el sabor salado de la humillación, del dolor y de la injusticia. Su cuerpo, tirado en el suelo, le parecía extraño, como si hubiera dejado de ser víctima para transformarse en algo nuevo, todavía en formación.
Con un gesto brusco, se levantó. La rodilla temblaba, pero no vaciló. Se secó el rostro con las manos, borrando las lágrimas con fuerza, como si pudiera borrar también la fragilidad que aún quedaba.
—Celina, no es momento de llorar. No es momento de sentimentalismos. Es momento de actuar con la razón.
La frase escapó de sus labios como un decreto. Cada palabra era un martillazo firme contra el caos emocional que amenazaba con dominarla. Era como si se vistiera con una armadura invisible, hecha de dolor, lucidez y determinación. Sus sentimientos, antes a flor de piel, quedaron enterrados bajo capas de frialdad estratégica. Un