La madrugada ya había tomado la ciudad, envuelta en una neblina silenciosa y espesa. Los autos se volvían cada vez más escasos en las avenidas, y los edificios altos parecían dormir con sus ventanas oscuras. La luz amarillenta de los postes pintaba la calle con un aire melancólico, y el sonido del motor apagándose fue casi un susurro en el silencio pesado de la noche.
Gabriel estacionó frente al edificio de Celina alrededor de la una de la mañana y soltó un leve suspiro. Se volvió hacia ella con esa mirada protectora que siempre cargaba cuando se trataba de ella —esa mujer fuerte que estaba viendo renacer de sus propias ruinas.
—En serio, como ya es muy tarde… —dijo con voz baja y firme— voy a subir contigo, dejarte en la puerta, y después regreso para irme.
Celina dejó escapar una sonrisa cansada, pero sincera. Sus ojos estaban fatigados, el maquillaje casi inexistente, el cabello un poco desordenado, pero su belleza permanecía intensa, cruda, real.
—Está bien… gracias, Gabriel. Eres