—Llegamos, señorita. Mire la cantidad de reporteros en la puerta de la casa. Voy a acercarme a ver si nos dejan ingresar con el auto y así no debe atravesar esa odisea.
—Sí, por favor, haga lo posible.
El señor llega a un portón, toca el intercomunicador, habla con una persona y luego viene hacia mí.
—Señorita, preguntan quién es usted para dejarla ingresar.
—Dígale que soy Antonella Fernández, una socia de Argentina. Yo distribuyo sus vinos en mis restaurantes.
El señor va y habla otra vez, luego le autorizan el acceso. Gracias a Dios, porque no sería capaz de enfrentarme a la prensa. El camino era hermoso, rodeado de árboles grandes, parecía un lugar de película. Avanzamos hasta que llegamos a un jardín con una fuente en el medio.
El conductor frenó justo en la puerta de madera gigante de la casa, o mejor dicho, de la mansión. Sale una chica muy elegante a recibirme. El auto se le pagó al taxista, luego bajamos y Jorge sacó el equipaje.
Estoy tratando de hacer, o más bien inventar,