El sol entraba suave por las ventanas del orfanato. El día estaba tranquilo, lleno de risas de niños y olor a tiza.
Arthur apareció por el pasillo con una sonrisa y una caja en la mano. Cuando Laura lo vio entrar, su rostro se iluminó.
—Hola, grandote.
—Hola, preciosa. Tus chocolates favoritos. —Le tendió una caja de bombones envuelta en cinta roja.
—Si sigues así, me engordarás.
Arthur se acercó despacio, dejando los bombones sobre el escritorio. Puso una mano en su mejilla y la besó con ternura.
—Me gustarías aunque pesaras cien kilos.
—Pero no me podrías levantar.
—No soy un debilucho. —Arthur la tomó en sus brazos con facilidad y la sentó sobre el escritorio—. Puedo contigo siempre.
—Eso suena muy bien, grandote.
Laura lo besó suavemente mientras él la sostenía. El momento se interrumpió de golpe cuando la puerta se abrió.
—¡Dios mío, Lauraaa! ¡Compórtate! ¡Mantén tus hormonas a raya! —exclamó Lucciano, entrando sin tocar.
—Hola, Lucciano —respondió ella con una sonrisa culpable.