Los días habían pasadeo, el sol del mediodía se filtraba por la ventana de la cocina, llenando el departamento de un aroma delicioso a arroz y salsa. Luz, concentrada, revolvía una olla mientras tarareaba en voz baja. La escena era tranquila, doméstica… casi perfecta.
Cristian se acercó sin hacer ruido. A pesar de estar completamente recuperado, todavía caminaba con la lentitud fingida del que no quiere que lo den de alta del cariño que le entrega Luz. Rodeó su cintura con los brazos y la abrazó por detrás, apoyando el mentón en su hombro y dejando un beso suave en su cuello.
—Mmm… hueles mejor que lo que estás cocinando —murmuró, con voz ronca y sonrisa traviesa.
—Cristian, ya estás bien —respondió Luz, sin dejar de revolver la comida—. Es momento de que vuelvas a tu departamento.
—Uy, uy, uy… —fingió una mueca de dolor, llevándose una mano al costado—. Me duele la herida, muñeca… me volvió el dolor.
Luz soltó una risa breve y lo miró por encima del hombro.
—No seas mentiroso. Anoche