Anna se removió entre las sábanas, con los ojos aún hinchados por el llanto. El silencio de la casa la envolvía, roto apenas por el golpeteo de unas voces lejanas. Frunció el ceño, desorientada. Se levantó con pasos lentos y caminó hasta la ventana, corriendo un poco la cortina.
El aire le abandonó los pulmones.
Allí estaba.
Lissandro, de pie frente a Lucía, con la chaqueta abierta, el rostro desencajado y la mirada ardiendo de desesperación. Lo veía mover las manos, suplicar con gestos torpes, inclinarse hacia adelante como un hombre a punto de caer de rodillas. Aunque la distancia le impedía escuchar con claridad, sus labios formaban una súplica evidente.
Anna se llevó una mano a la boca. El corazón le latía con violencia, cada golpe trayéndole un torrente de recuerdos: sus brazos en el río, susurros de amor junto al fuego, la manera en que la llamaba “Pequeña” con esa voz grave cargada de ternura. Y a la vez, la traición, la mentira, el dolor insoportable de sentirse un objeto entr