Los días pasaron lentos, pesados como plomo. Anna intentaba mantener la mente ocupada, ayudando a Lucía en casa, leyendo, cocinando, pero nada funcionaba. Cada gesto cotidiano la devolvía a él: a la forma en que le servía chocolate caliente, a la manera en que le cantaba al oído, a la ternura de sus abrazos en el río o en la playa o en su propio departamento.
Una tarde, mientras doblaba una manta en el sofá, no soportó más y se lo confesó.
—No dejo de pensar en él… —admitió en voz baja, con los ojos brillando de lágrimas—. En lo que me dijo, en cómo lo dijo.
Lucía la miró con seriedad, se sentó junto a ella y le tomó las manos.
—Anna, ¿puedo decirte algo sin que te enojes?
Anna asintió.
—La diferencia entre ellos es enorme. Lissandro te ama, lo vi en sus ojos. No te diré que lo perdones, no sería justo. Pero… piénsalo. Su familia lo rechazó, lo crió su abuela, en las sombras. Ha vivido oculto, y aún así, a lo único que se aferró a la vida fue amarte. —Lucía le acarició las manos—. Cre