Las dos mujeres reían, felices, disfrutando del café que calentaba las manos y las voces. Por un instante el mundo se redujo a confidencias, a miradas cómplices y a la sensación segura de la amistad. Nadie sospechaba que, a pocas cuadras, un hilo oscuro empezaba a tensarse.
Anna besó la mejilla de Lucía y se puso en pie.
—Bueno, Lu, me voy al orfanato. Nos vemos después. Me encantó saber que estás bien con Joaquín.
—Sí, demasiado bien —contestó Lucía con esa sonrisa pícara que la hacía brillar—. ¿Cenamos esta noche los cuatro?
—Me encantará, en el departamento de Lissandro.
—Perfecto. Que cocinen ellos: Joaquín cocina muy bien, igual que Lissandro.
—Me encanta la idea. Nos vemos.
Se despidieron en un abrazo y Anna salió con la calma habitual, la calle aún tibia por el sol de la tarde. El orfanato estaba a pocas cuadras; conocía la ruta como la palma de la mano. Caminó ligera, tarareando algo, pensando en las pinturas que se subastarían en la próxima gala. No había prisa en su paso, no