Lissandro había pasado la noche en vela, como si el sueño fuera una traición. Cada minuto sin noticias de Anna le quemaba la garganta; el silencio se le hacía insoportable. No sabía si llorar o romper algo. Cuando llegó a la oficina esa mañana después de pasar toda la noche recorriendo las calles buscándola, sus manos todavía olían a café y preocupación.
En la sala principal, Cristian y Arthur ya estaban, con el ceño marcado por la misma ansiedad que le corroía a él. Joaquín y Lucía entraron después, y al ver el rostro de Lissandro supieron que no habían noticias de Anna. Todos sentían esa presencia: la ausencia de ella se había vuelto una herida que ninguno sabía cómo vendar.
—No lo puedo creer —gritó Lissandro, la voz rota por la desesperación—. ¿Cómo desaparece así de la nada?
—La última vez que la vi —dijo Lucía con los ojos empañados—, salió de la cafetería. Dijo que iba al orfanato.
—No llegó. Fui por ella y nadie la había visto. — Dijo Lissandro desesperado
—Han pasado más de v