Pueden ser felices.

La casa de seguridad estaba en completo silencio.

El aire olía a desinfectante y a té de hierbas. En cada habitación había camillas, frazadas limpias y mujeres que intentaban entender dónde estaban.

La doctora Rivas, madre de Lucciano, revisaba una ficha mientras él la ayudaba con los sueros.

—Son unos animales… —gruñó Lucciano, conteniendo la rabia—. No puedo creer que hayan dejado a estas mujeres en este estado. Ni siquiera sé de dónde son, hablan otro idioma.

—Tranquilo, hijo —respondió la doctora, con serenidad profesional—. No es la primera vez que veo algo así. Si estás molesto, ellas estarán tensas. Ya han sufrido suficiente.

Hizo una pausa, mirando a una de las jóvenes que temblaba bajo una manta.

—Hace años, antes de que te adoptara, el señor Bastien rescató a más de cien mujeres que eran esclavas sexuales. Yo estuve ahí. Hice muchos términos de embarazo y muchas de ellas se unieron luego a su organización. Aprendieron a pelear, a protegerse. Hoy en día, algunas me visitan p
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