La noche había caído sobre la casa de seguridad.
El ambiente estaba en penumbra, iluminado solo por las lámparas tenues del pasillo.
Lucciano revisaba una última ficha cuando un grito desgarrador rompió el silencio.
Corrió hasta la habitación del fondo.
Una de las mujeres temblaba, empapada en sudor, tratando de arrancarse las vías del brazo mientras gritaba en su idioma.
—¡No, no, no! —gritaba una y otra vez, sin entender dónde estaba.
Aída estaba junto a ella intentando contenerla, pero la joven estaba fuera de control.
Lucciano se acercó con calma, tomó una jeringa del carro de emergencia y le susurró suavemente:
—Tranquila… estás a salvo, nadie va a hacerte daño.
La sujetó con cuidado, le aplicó el sedante y en pocos segundos los gritos se fueron apagando, dejando solo un sollozo débil.
Cuando la mujer por fin se durmió, Aída suspiró y se dejó caer en una silla, agotada.
Lucciano cubrió a la paciente con una manta y luego se sentó a su lado, junto a Aída.
El silencio volvió, roto