El reloj del quirófano marcaba las nueve de la mañana.
En la sala de tratamientos intensivos, el aire olía a desinfectante, a tensión y a fe.
Isabella estaba de pie frente a la camilla donde Carmen reposaba, aún sedada.
Su rostro, normalmente tan seguro, reflejaba algo poco habitual en ella: miedo.
El monitor cardíaco marcaba un ritmo estable, pero Isa no dejaba de mirar los gráficos en la pantalla.
Lucciano, a su lado, ajustaba los parámetros del tratamiento que Lucien había traído esa madrugada. El líquido transparente goteaba lentamente hacia la vía del brazo de Carmen.
Isabella se pasó una mano por la frente, respirando hondo.
—No puedo fallar, Lucciano —murmuró, casi sin voz—. Si algo sale mal, si ese tumor no responde como esperamos…
Lucciano se giró hacia ella, apoyando una mano firme sobre su hombro.
—Isa, mírame.
Ella levantó la vista. Sus ojos estaban empañados.
—Has hecho operaciones diez veces más complicadas —le dijo con tono sereno—. Tienes las manos más precisas que he