La enfermería del orfanato olía a alcohol, algodón y dulzura infantil.
Lucciano estaba de pie junto a la camilla, preparando jeringas y algodones con precisión quirúrgica. A su lado había una bandeja impecable con vacunas listas para usar.
—Bien, pequeñas monstruitos… hoy nadie se escapa —murmuró para sí mismo, ajustando la manga de su bata con resignación.
Desde el pasillo, los pasos apurados resonaron como un pequeño ejército en retirada.
Diana, que caminaba hacia la oficina de Anna, se detuvo y alzó una ceja al ver la estampida de niñas corriendo en dirección contraria.
—¿Y ahora qué travesura estarán tramando? —susurró con media sonrisa y las siguió a distancia, alerta pero divertida.
Las ocho pequeñas irrumpieron en la enfermería casi derribando la puerta.
Lucciano, sobresaltado, se giró con una jeringa en la mano.
—¿Qué pasó? ¿Van a seguir huyendo o al fin se vacunarán? —preguntó, entre incrédulo y esperanzado.
Una de las niñas levantó la mano con orgullo.
—El tío Lissandro dijo