El despacho de Lissandro estaba en silencio, apenas roto por el sonido del reloj de pared.
Joaquín entró con un fajo de carpetas en la mano, el rostro tenso.
—Aquí están todos los informes de las mujeres que encontramos —dijo, dejándolos sobre el escritorio.
Lissandro se sobó el puente de la nariz, exhalando con cansancio.
—Necesito saber desde cuándo han estado bajo nuestras narices sin que nos diéramos cuenta.
Leandro, que observaba por la ventana con las manos en los bolsillos, se giró y le pasó otra carpeta.
—Desde que te fuiste a Milán y te atacaron allá, supe que debías tener gente vendida en tu organización. Así que hice que Saúl investigara a fondo todos los depósitos, pagos y movimientos de dinero sospechosos.
Lissandro abrió la carpeta. Su expresión se endureció al leer los nombres.
—Aquí están todos los traidores… unos insignificantes, pero otros pertenecen a tu círculo de élite —agregó Leandro.
—Malditos hijos de puta malagradecidos —gruñó Joaquín al mirar los nombres.
Lis