El galpón 19 olía a sangre y a miedo.
Más de diez hombres colgaban boca abajo, amarrados por los pies, sollozando, algunos suplicando piedad.
Arthur y Cristian se movían entre ellos con precisión metódica, organizando las herramientas sobre una mesa metálica. Cuchillos, cables, sopletes, pinzas… cada instrumento tenía su lugar.
El sonido de los pasos de Lissandro resonó en el suelo de cemento.
El silencio cayó de inmediato.
Lissandro San Marco había llegado.
Vestía un abrigo negro, los guantes de cuero ajustados, el cabello suelto y los ojos grises convertidos en hielo puro. Su presencia bastaba para hacer que los hombres colgantes contuvieran el aliento.
—¿Para quién trabajan? —preguntó con voz baja, helada.
Uno de los hombres respondió con un hilo de voz:
—Para usted, señor…
El disparo resonó como un trueno.
El cuerpo se balanceó inerte, la sangre cayendo en un hilo espeso.
—Error —dijo Lissandro con calma—. Porque si trabajaran para mí, jamás me habrían traicionado.
Voy a preguntar