El sol de la tarde caía oblicuo sobre las calles empedradas del centro de Milán.
Las luces de las vitrinas parpadeaban entre aromas a café recién molido, perfume caro y el murmullo constante de la ciudad viva.
Anna caminaba tomada del brazo de Lissandro, su cabello ondeando suavemente con la brisa.
Lissandro la observaba de reojo, con esa sonrisa que pocas personas conocían.
—Te ves feliz —dijo con voz grave.
—Lo estoy. No recuerdo la última vez que caminamos sin prisa. —Anna sonrió, apretando su brazo—. Solo tú y yo, sin escoltas, sin llamadas, sin armas.
—Me gusta así —contestó él—. Pero ya sabes, la tranquilidad nunca dura mucho.
Anna rodó los ojos divertida.
—Déjame disfrutar antes de que tu instinto mafioso arruine el momento.
—Trato hecho, pequeña —dijo riendo, inclinándose para besarle la frente.
Entraron a una cafetería pequeña, una joya escondida entre las calles del Duomo.
El aroma a moka llenaba el aire, y el murmullo en italiano creaba una melodía relajante.
Lissandro pidi