El despacho estaba en silencio, solo el sonido de las teclas y el suave zumbido de las cámaras de seguridad llenaban el aire.
En la pantalla, Lissandro repasaba grabaciones del ataque, los rostros de los hombres caídos, los informes de inteligencia, y mapas donde líneas rojas marcaban rutas de escape.
Sus ojos grises estaban fríos, calculadores… hasta que un aroma familiar rompió la tensión.
Muffins de arándano.
Levantó la mirada justo cuando la puerta se abrió despacio.
Anna apareció con una bandejita en las manos: una taza de leche tibia y dos muffins recién horneados.
Llevaba un vestido sencillo, el cabello recogido, y esa sonrisa capaz de detener el mundo.
—Pequeña… ¿qué me traes? —preguntó, dejando que su voz se suavizara.
—Has estado todo el día aquí —dijo ella, acercándose—. No has comido nada, y sé que te encantan los muffins de arándano, así que… te los hice yo, como me enseñó tu abuela.
Lissandro dejó los papeles a un lado.
Cuando Anna llegó hasta él, la tomó suavemente de l