La cafetería olía a café recién hecho y a croissants. Anna hablaba animada de la luna de miel; los ojos le brillaban cuando contaba las playas, las risas, las noches. Lucía la escuchaba sonriendo, feliz por ella.
—Fue maravillosa —decía Anna—. Todo estuvo perfecto.
—Me alegro tanto por ti —respondió Lucía, con honestidad—. Por fin estás con el hombre correcto.
En ese momento se abrió la puerta.
—Wow, hablando del rey de Roma —bromeó Lucía sin mirar.
Anna se giró y lo vio entrar: imponente, pulcro, llamando la atención sin proponérselo. Las miradas de varias mujeres en la cafetería se posaron en él por un segundo; él lo notó y sonrió con esa calma peligrosa que tenía.
Anna se levantó de un salto y lo abrazó.
—Hola, preciosa —dijo él, y la besó con pasión—. Vine por ti para que vayamos al orfanato.
—Hola, amor —respondió ella, aún sonriendo por el beso.
Lissandro miró a Lucía con naturalidad. —Hola, Lucía. ¿Podríamos ir al orfanato juntos y después a comer algo? ¿Te parece?
—Me encantar