Luz cerró la puerta del departamento con un golpe seco que resonó en el pequeño recibidor. Quitarse los tacones fue casi un acto de liberación; dejó los zapatos clavados en el piso y, con la punta de los dedos aún hormigueando, prendió la luz del living. La lámpara arrojó un cuadrado cálido sobre la alfombra y fue entonces cuando lo vio: un hombre sentado en el sofá, impasible, mirándola como si le leyera el alma.
—Señor —dijo ella, incapaz de disimular la sorpresa—. No esperaba encontrarlo aquí.
Él ni se inmutó. La voz que contestó fue fría, medida, llena de esa autoridad que no admite réplica.
—No me llamaste para informarme cómo te fue —dijo—. Tu silencio me obligó a venir en persona. Lamento escucharlo: fracasaste.
Luz tragó en seco, sintiendo cómo un nudo le apretaba la garganta. Intentó explicar todo de una vez, atropellando palabras.
—Hice lo que pude. Lo busqué, lo seguí… lo vi, pero no pude sacarle nada. Tiene novia.
Hubo un silencio denso, y luego la frase salió casi como un