Joaquín estaba solo en el despacho auxiliar de los San Marco. Tres pantallas encendidas, cuatro celulares activos y un café olvidado a medio terminar sobre la mesa. Sus ojos repasaban listas bancarias, registros de personal, transferencias internacionales, y notas cruzadas.
No era la primera vez que lo hacía. Pero sí la primera vez que el objetivo no era proteger a Lissandro... sino vengar a Anna.
Tecleó un comando y los datos se actualizaron.
Una tabla de color rojo apareció.
Cinco nombres.
Cinco traidores.
Cinco hijos de puta que trabajaban con ellos desde hacía meses. Todos con movimientos bancarios fuera de lo común. Cuentas compartidas, depósitos triangulados, pagos en fechas clave.
Y todos, de un modo u otro… vinculados a Vittorio Ferrer.
Joaquín se quedó quieto. Cerró los ojos. Inspiró por la nariz.
Luego, marcó.
Al segundo tono, la voz grave de Lissandro respondió:
—Dime.
—Los encontré —dijo Joaquín, sin rodeos—. Son cinco. Todos con pagos irregulares y rastros de conexión con