Mundo ficciónIniciar sesiónEra sábado por la tarde cuando Teresa llegó a la hacienda en su camioneta, levantando polvo y con su cabello castaño perfectamente peinado en ondas suaves.
Bajó con un vestido corto floreado y sandalias de tacón bajo. Su perfume dulce llegó hasta el porche donde Lancelot estaba reparando la herradura de uno de los potros más jóvenes. —Hola, amor… —canturreó, acercándose por detrás y cubriéndole los ojos con las manos—. Vamos a la feria, ya está armada en la plaza principal. Te lo dije hace un mes. Quiero montarme en la rueda y comer algodón de azúcar contigo. —Hola, Teresa...te dije que me avises antes de venir. No puedes llegar a mi trabajo así no más. Lanzarote suspir, secndose el sudor de la frente con el dorso de su mano fuerte y callosa. Se lo había prometido. Miró hacia el establo, como si buscara una excusa, pero no la encontró. —No me regañes, últimamente no tomas mis llamadas. Vamos ¿si? Finalmente él ascendió con un gesto leve. Tal vez ese era el momento para terminar su relación con ella. —Está bien… —respondió con su voz grave, sin emoción. Cuando ella se canso de hablar de vestidos de su familia, del caballo que compró, se fue a su hacienda. Lancelot paso por la mansión y Dionisio estaba tomando una sentada. La feria había sido un estallido de luces, ruido y olor a fritanga, pero para Lancelot, desde hacía un rato, todo parecía envuelto en una neblina espesa. No era el humo de las parrillas ni el calor de las multitudes; era la maldita cerveza, golpeando como un lento martillo contra su sien, mezclada con el peso de un cansancio que no era físico, sino del alma. Teresa reía a su lado, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, hablando de cosas que él apenas registraba. Le había ganado un peluche enorme en el tiro al blanco, y ella lo abrazaba contra el pecho como si fuera un trofeo de amor. Lancelot sonreía de forma mecánica, pero cada vez que sus dedos se rozaban, él sentía algo parecido a la culpa… o peor, a la indiferencia. Cuando salieron de la feria, ella lo tomó del brazo y lo jaló hacia el estacionamiento. —Vámonos. Te llevaré a un lugar—dijo, con esa voz que no admitía discusión. —¿A dónde? No podemos conducir, tomamos los demás, si la policía nos para nos pondrán una multa ¿te parece si llama a mi padre para que nos venga a recoger?—preguntó él, sintiendo un ligero mareo. —Naaa...estoy bien, yo tomé menos que tú. Te llevaré a un lugar donde podamos estar solos. No lo pensé demasiado. El calor de la cerveza le entumecía la prudencia, y la feria ya le había drenado las ganas de discutir. Subieron al vehículo y condujeron con cuidado por la carretera oscura hasta llegar a un pequeño motel, uno de esos con luces de neón parpadeantes y cortinas con estampados florales. El letrero brillaba intermitentemente, como si también estuviera borracho. Lancelot lo miró de reojo. —Teresa, yo… no puedo. Mañana tengo mucho trabajo. Además, necesito hablar contigo sobrio. Ella suena con un déje de picardía. —Pues con más razón. Así hablamos más tranquilos. Y solo estaremos un ratito. —Pero… —Quiero decirte algo también. Entraron. La habitación olía a limpiador barato y humedad antigua. Las paredes eran de un tono crema que alguna vez debió ser blanco, y la cama tenía una colcha con flores desteñidas por los años y el sol. Lancelot se dejó caer en la orilla, con los codos apoyados en las rodillas. Ella se inclinó hacia él, rozándole el cuello con los labios. —Quiero que me beses —susurró—. Hoy es un día especial y te noto distante. —Sus manos, temblorosas pero decididas, comenzaron a desabotonarle la camisa—. Te he extrañado… y últimamente estás tan frío conmigo… —Tengo mucho trabajo —repitió él, como si fuera un escudo gastado—. Sabe el accidente que hubo en la hacienda. Yo… quería decirte algo. —Dilo después. Ahora solo quiero tu cuerpo. Lancelot la dejó hacer. No tenía fuerzas para detenerla, pero tampoco para participar con verdadero entusiasmo. Se dejó desnudar, mirando con esos ojos azules que ahora estaban vacíos de deseo. El alcohol en su cuerpo era alto. Cuando ella dejó caer su ropa interior al suelo y se recostó sobre la cama, abriéndose para él, sintió un nudo en el estómago… no de deseo, sino de una tristeza fría, casi compasiva. Cerró los ojos, y en su mente no estaba Teresa. Estaba Dionisio. Su patrón. Su amigo de. Ese hombre que lo miraba con una intensidad que ningún beso de Teresa había logrado igualar. En su cabeza apareció la imagen de su cuerpo arqueándose, su piel sudada, su voz grave quebrándose en gemidos mientras lo recibía entero. Recordó el calor, la resistencia y luego la rendición; Recordó la sensación de pertenencias brutales, como si en ese momento hubiera encontrado el lugar exacto donde encajar. Teresa gemía suave cuando él comenzó a moverse dentro de ella, pero en cuanto intentó entrar con la misma fuerza que usaba con Dionisio, ella se tensó, gimió de dolor y trató de apartarse. —Lancelot… no… me duele… por favor… ¿te volviste loco?—suplicó con el ceño fruncido—. ¿Qué te pasa? Estás más brusco y ansioso. Tómalo con calma. La frase cayó sobre él como un balde de agua helada. La erección que había mantenido gracias al recuerdo de Dionisio se desvaneció, flaqueando hasta quedar blanda, inútil. Se retiró, avergonzado, evitando mirarla a los ojos. Ella lo observó en silencio, con una mezcla de confusión y lástima. —No… no pasa nada… continúa —intentó sonreír, pero su voz sonaba insegura—. Debes estar muy cansado… o estresado… últimamente trabajas demasiado…esto fue una mala idea. —Sí… debe ser eso —mintió él, apartando la mirada—. Creo que deberíamos dejarlo para luego. Aún estoy mareado de la estrellita y la sillita voladora. Tomé muchas cervezas. Teresa se dio la vuelta, dándole la espalda mientras recogía su ropa. El silencio entre ellos era tan denso que casi podía escucharse. Lancelot se vistió despacio, como si arrastrara cadenas invisibles. Ella terminó primero y se acercó a la puerta. —Yo… me iré primero. Te espero abajo. La puerta se cerró con un clic suave, pero en el pecho de Lancelot sonó como un portazo. Se quedó sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos, sintiendo un vacío oscuro y un temblor en los dedos. "Lo arruiné." La frase resonaba en su mente una y otra vez. "Solo debí decirle que ya no siento nada por ella. Solo debí…" Pero no. No había tenido el valor. Y ahora, el sabor agrio de la cobardía se mezclaba con el amargor de la cerveza. Bajó al estacionamiento, donde Teresa ya lo esperaba dentro del auto. No le dirija la palabra durante todo el trayecto. Él tampoco dijo nada; solo miraba por la ventana, viendo las luces de la carretera desdibujarse en trazos amarillos y blancos. Pero en su mente... en su mente estaba Dionisio. Siempre Dionisio. Recordó la primera vez que lo vio después de su regreso, con esa postura elegante, ese aire de hombre que lo había perdido todo y aun así no se quebraba. Recordó sus manos, grandes y firmes, acariciándole la nuca; la forma en que su mirada podía desarmarlo sin decir una palabra. "Mi patrón... mi Dionisio..." El único que podía domar a este potro desbocado. Se preguntó qué estaba haciendo en ese momento. ¿Dormiría? ¿O estaría despierto, con los codos sobre el escritorio, pensando en él? Esa idea lo quemó por dentro, como un trago de aguardiente fuerte. Cerró los ojos y dejó que la vibración del auto lo meciera, pero no logró escapar de sí mismo. Lo veía en cada sombra, lo escuchaba en cada eco del motor, lo sentía en cada latido. Y con esa verdad sucia y cruel, supo que su corazón se hundía un poco más en la oscuridad. Porque lo que sentía no iba a desaparecer. No importaba cuánto intentara enterrarlo bajo trabajo, cerveza o mujeres. No importaba cuánto tratara de convencerse de que era un capricho, un error o un pecado. Era Dionisio. Siempre lo sería.






