La camioneta de Teresa se detuvo frente a la pequeña casa de los capataces.
Lancelot cayó sin decir nada, no quería ir a la mansión principal, no a esa hora. Tenía el rostro serio, cansado y su camisa arrugada. Teresa lo miró con un dejo de ternura y lástima. No le dió mucha mente a lo que sucedió, lo atribuyó a la bebida y el estrés, ella reconoce que es la intensa de la relación. Se inclinó sobre el asiento, sujetándolo de la nuca, y le dio un beso en la boca, un beso suave pero cargado de una posesividad que ya no tenía sentido.
—Te amo, Lancelot… no lo olvides —murmuró—. Descansa.
—Gracias por traerme —respondió él sin emoción, cerrando la puerta.
—Bien, te llamo mañana.
El bajón del vehículo cerrando la puerta con suavidad.
La camioneta arrancó, levantando polvo en la madrugada. Lancelot se giró para entrar en su casa, pero algo lo detuvo. Sintió una presión invisible en su pecho. Levantó la vista hacia la gran casona iluminada tenuemente y allí, detrás de una de las ventanas del