Partieron esa misma tarde, aprovechando que los zarpazos del sol habían cedido tras las nubes. La línea de luz visible para todos se apagó a los pocos pasos, pero los druidas aseguraron que seguía marcando un rumbo perceptible en lo profundo, una brújula temblorosa que los empujaba hacia el este.
A la hora de marcha, el terreno cambió. La piedra se abrió en terrazas irregulares, como escamas. Avanzaron en zigzag, cuidando cada apoyo. Los centinelas alados, cansados, optaron por trayectos cortos de vigilancia para no desfondarse. A veces, entre las placas, el zumbido arreciaba; otras, apenas se oía, y la sensación de extravío aumentaba. En uno de esos tramos, Adelia se llevó la mano a la boca; una oleada de náusea la hizo detenerse.
—Un minuto —pidió, sin orgullo pero sin victimismo.
Kal mandó alto con un gesto. Nadie preguntó. Naer bebió un sorbo y siguió mirando el horizonte, como si allí hubiera respuesta para todo. Taren murmuraba fórmulas para sostener la paciencia. El mareo pasó.