El amanecer sobre las islas flotantes del Consejo era distinto a cualquier otro. No había un sol claro, sino un mosaico de corrientes lumínicas que formaban auroras en el cielo, reflejándose en las aguas infinitas que se extendían debajo. Ysera permanecía en pie sobre uno de los balcones de cristal, el cabello suelto, los ojos dorados clavados en el horizonte. Dormir era imposible después de la visión de Adelia que había recibido en sueños.
Detrás de ella, algunos de los vampiros aguardaban en silencio. Los centinelas del aire patrullaban los bordes de la isla, invisibles al ojo mortal, y los magos revisaban las runas protectoras grabadas en la piedra. Aunque la Cámara del Consejo era un santuario, nadie se sentía seguro.
—Han tardado demasiado —gruñó uno de los vampiros—. Si nos siguen reteniendo aquí, perderemos la ventaja en la guerra.
Ysera levantó la mano para calmarlo.
—No subestimen el Consejo. No se mueven por impulsos ni amenazas, sino por equilibrio. Pero si creen que pueden