El alba sobre el Santuario de los Cuatro Vientos no era como en otros lugares. El cielo no se teñía solo de dorado o escarlata, sino de colores imposibles: azul celeste líquido, trazos de lavanda que danzaban como cintas y reflejos verdes que solo aparecían ante ojos tocados por la magia. Pero esa mañana, Ysera no se detuvo a contemplarlo.
Vestía una armadura ligera de escamas oscuras, mezcla de metal encantado y placas dracónicas. Su capa ondeaba como un fragmento de tormenta atrapado al viento, y sobre su pecho brillaba un broche con el símbolo antiguo de los Hijos del Fuego Celeste: su linaje.
—¿Estás segura? —preguntó Naythara, acompañándola hasta los portales de descenso.
—Más que nunca —respondió Ysera—. El tiempo de los debates terminó. El Vacío no espera.
Tohm le entregó una pequeña esfera de cristal azulada, encerrando el mapa de fragmentos que solo el Consejo conocía.
—Esto abre los caminos ocultos. Cuídala como si fuera tu alma.
—Lo es —replicó Ysera—. Cada uno de esos punt