El amanecer traía consigo una falsa calma. En las murallas del Reino de Sangre, la bruma del alba se elevaba como un velo espectral, y mientras las tropas reforzaban sus posiciones, Drak no podía arrancarse de la mente el recuerdo de Elzareth. Aquella mujer salvaje, indomable, que había surgido del agua como un susurro del destino, lo había marcado más de lo que cualquier batalla en sus dos mil ochocientos años de existencia.
Antes de que pasaran dos días desde su regreso al reino, Drak dio órdenes precisas a varios fae rastreadores: debían volver a la aldea y obtener cualquier información sobre la mujer. Debían hacerlo con discreción, ganarse la confianza de los lugareños, hablar con los niños, con los pastores, con los ancianos que tejían en los patios. No debían regresar sin novedades. Y si era necesario, ofrecer protección o favores a cambio de respuestas.
Los fae se dividieron en pequeños grupos y regresaron al pueblo, intentando escarbar en los silencios con más sutileza que ant