Desde pequeña, Elzareth fue criada entre los humanos, protegida por el silencio y la devoción de su aldea. Su existencia era un secreto sagrado. Aunque su poder aún no había despertado del todo, las marcas estaban ahí: su fuerza sobrehumana, la sensibilidad mágica que la conectaba con el bosque, y su habilidad para desvanecerse como humo cuando el peligro se acercaba. Los aldeanos la amaban, no como una figura mítica, sino como una hermana, una hija, una protectora. Por eso guardaron silencio. No por miedo a Drak, sino por amor a ella.
A pesar de su linaje divino, Elzareth era joven, apenas cruzando los veinte inviernos. Había vivido aislada del mundo más amplio, y aunque su cuerpo irradiaba poder, su alma aún era inexperta en los caminos del amor. Nunca había sentido deseo, ni una necesidad tan ardiente como la que surgió al cruzarse con los ojos de aquel vampiro. Su corazón, tan inocente como indomable, se aceleraba con solo pensar en él. Se maldecía por ello, por sonrojarse al reco