Drak viajaba solo a pesar de los riesgos, así era más rápido y efectivo según él. Continuó su gira ascendiendo por los riscos que formaban las Montañas de Ceniza. El aire era más denso, cargado de minerales y fuego. Entre el humo y las nubes eléctricas, encontró a los últimos descendientes de los Titanes de Hierro. Eran enormes, de piel mineral cuarteada como lava solidificada y ojos incandescentes como brasas vivas. Se alzaban entre las ruinas de forjas olvidadas, custodiando el último legado de su raza.
Drak fue recibido con lanzas, escudos de roca y desconfianza. Sus palabras cayeron como piedras en un río. Habló de la inminente guerra, de los sellos olvidados, del delicado equilibrio que el Vacío amenazaba con destruir. Pero los titanes no daban crédito a palabras ni a promesas.
Entonces, sin vacilar, desenvainó su hoja de obsidiana y se abrió el pecho con ella, dejando que su sangre —oscura, espesa, viva de antiguos pactos— fluyera sobre la tierra sagrada de los titanes. La roca