La vida en la aldea de Aster transcurría con calma, casi como un bálsamo después de las heridas que aún cargaba Adelia. Los primeros días fueron difíciles: las miradas de desconfianza, los murmullos al pasar… pero poco a poco, gracias a la paciencia y a la intervención de Cedric, los aldeanos comenzaron a aceptarla.
—No te preocupes si te observan demasiado —le dijo él una tarde, mientras servía una infusión de hierbas—. Nunca han visto a alguien como tú, y menos con esa luz en los ojos.
Adelia bajó la mirada. Esa “luz” era algo que sentía cada vez con más fuerza. En su interior parecía arder un fuego nuevo, un núcleo que respondía a todo lo que la rodeaba. Una brisa podía estremecer su piel como si la llamara, y a veces los objetos temblaban sin que los tocara.
—¿Qué soy exactamente, Cedric? —le preguntó una noche mientras compartían pan y sopa caliente—. Ya no me siento la misma.
Él guardó silencio un momento y abrió un libro viejo, con páginas amarillentas.
El corazón de Adelia dio un vuelco. Toda su vida había sido señalada como débil, indigna, rechazada por su propia manada. Y, sin embargo, Cedric le hablaba de un poder perdido, de algo único.
Al día siguiente comenzaron los entrenamientos en el claro detrás de la casa, bajo un roble enorme. Cedric la guió con paciencia.
Al principio fue frustrante, pero después de horas de concentración, una pequeña piedra flotó frente a sus ojos. No duró más que un instante, pero bastó. Adelia rió con incredulidad, y Cedric sonrió con lágrimas contenidas.
Los días fueron tomando forma. Por las mañanas, Adelia ayudaba a los aldeanos en lo que podía: cargar agua, recoger plantas, atender a los niños curiosos que la seguían. Por las tardes entrenaba con Cedric, y por las noches escribía en un cuaderno donde volcaba pensamientos y recuerdos que no podía decir en voz alta.
Un día encontró a Ruan, el hijo de la panadera, llorando.
El niño la miró con admiración. Y en ese momento, Adelia entendió que ya no solo estaba aprendiendo a controlar su magia: también se estaba convirtiendo en alguien que podía inspirar a otros.
Pero las noches seguían siendo inquietas. Las pesadillas regresaban, cada vez más intensas: fuego, sombras con ojos rojos, una figura envuelta en humo llamando su nombre. Una madrugada, mientras meditaba bajo el roble, una ráfaga de viento la envolvió. Sintió el núcleo dentro de ella vibrar con violencia y escuchó una voz clara, no humana:
—Vendrán por ti.
Abrió los ojos de golpe. Solo estaba el murmullo de las hojas. Cuando se lo contó a Cedric, su expresión se volvió seria.
Su magia crecía y con ella su confianza. En el festival de los Ramilletes Brillantes, Adelia aceptó presentarse. Frente a todos los aldeanos, invocó fuego y viento, entrelazándolos en una danza de luces. Las llamas formaron aves y hojas, hasta una loba plateada que pareció correr en el aire. Cuando terminó, la plaza entera estalló en aplausos. Por primera vez, Adelia no sintió vergüenza ni miedo: sintió orgullo.
Después del festival, Cedric intensificó los entrenamientos. La urgencia en su mirada no dejaba dudas. Le enseñó a levantar escudos, a detectar huellas de energía oscura y a mantener el control en combate.
Una tarde encontraron un animal muerto con marcas negras en el pelaje.
Los rumores llegaron pronto. Un grupo de comerciantes habló de sombras con alas y demonios viniendo del sur. Aunque no llegaron al pueblo, Cedric reunió a los ancianos y declaró con firmeza:
Adelia escuchó desde fuera de la sala. Su corazón ardía, no con miedo, sino con un nuevo sentido de responsabilidad. Ya no era la loba rechazada. Era alguien que podía proteger a los demás.
Ese sentimiento se reforzó cuando un viajero herido llegó al pueblo. Adelia lo curó con hierbas y magia. Al despertar, él la miró con asombro.
Pasaron los meses y Aster comenzó a sentirse como un verdadero hogar. Los niños la buscaban, los aldeanos confiaban en ella, y Cedric, siempre paciente, le ofrecía consejo y compañía.
Al cumplirse tres meses, él le entregó un collar con una piedra ámbar.
Adelia lo ató a su cuello con cuidado. Ese gesto sencillo tenía un significado enorme: era un recordatorio de que su valor ya no dependía de otros.
Esa noche, volvió a escuchar el susurro en el viento:
No cerró los ojos con miedo, sino con determinación. Sabía que algo oscuro se acercaba, pero por primera vez se sentía preparada.
Al amanecer, Cedric la encontró en el claro, entrenando. Una piedra flotaba frente a ella, girando con calma.
Y el mundo pareció guardar silencio un instante, como si también aceptara esa promesa.