Adelia corrió durante días, a veces como humana, otras como loba. El bosque era un laberinto húmedo y salvaje. Su cuerpo, agotado. Su alma, hecha pedazos.
Las hojas crujían bajo sus pies descalzos. Las ramas arañaban su piel. El frío le calaba los huesos. Pero nada dolía tanto como la traición.Kael. Su pareja. Su vínculo. Había negado algo sagrado. Y lo había hecho frente a todos, sin compasión, sin vacilar.
“Eres débil.”
La frase se repetía en su mente como un eco cruel.
No sabía cuántas veces cayó. No sabía cuántas lágrimas derramó. Solo sabía que debía seguir corriendo. Porque si se detenía, el dolor la alcanzaría por completo.
En algún momento, sin saber cómo, comenzó a recordar fragmentos de su infancia: la primera vez que transformó parcialmente en loba, a los nueve años, por miedo a un lobo mayor que la molestaba. Su madre, que la consoló aquella noche, le dijo: “No todos tenemos la misma fuerza al principio. Pero eso no significa que no la tengamos.”
Y entonces, fue el cuerpo quien decidió.
Cayó.Sus sueños la remontaron solo unos días atrás. Ella nunca olvidaría la primera vez que sintió cómo el lazo la quemaba por dentro. Era la prueba de que el destino la había elegido… y también el inicio de su ruina. Porque en lugar de aceptación recibió rechazo. En lugar de amor, condena. Y aquella noche, bajo la mirada de toda su manada, comprendió que incluso lo sagrado podía ser destruido con una sola palabra:
—Rechazo.
El aire estaba denso. El claro del bosque, sagrado entre los suyos, era iluminado por una luna llena tan blanca que parecía arrancada de un sueño. Las antorchas rodeaban el círculo ceremonial, sus llamas parpadeaban con secretos antiguos. La manada Luna Azul estaba reunida. Los ancianos, en sus mantos oscuros, formaban un semicírculo. El resto observaba, callado, expectante.
Adelia permanecía de pie, justo en el centro del claro, con la espalda erguida por fuera y el corazón temblando por dentro. Sus dedos se cerraban y abrían en puños al costado de su vestido de lino, y su respiración, aunque calmada en apariencia, traicionaba su ansiedad. Era joven —solo dieciocho inviernos vividos—, de figura esbelta, cabello plateado que le caía hasta la cintura, y unos ojos azules que recordaban a un lago en calma… o a uno al borde de una tormenta.
Frente a ella estaba él, Kael. El Alfa. Su pareja predestinada.
El impacto había sido inmediato. En cuanto sus ojos se encontraron aquella mañana, el lazo vibró entre ellos. Una conexión antigua, visceral, poderosa. Su lobo interior rugió de reconocimiento, estremecida por el vínculo mágico que los unía más allá de la razón. Pero Kael no reaccionó de la misma forma. Su mirada café, profunda y silenciosa, no mostró alegría, sorpresa ni aceptación. Solo... resistencia.
Ahora, bajo la luna y ante toda la manada, esa resistencia se transformaba en algo más.
—Te rechazo, yo no acepto este vínculo —dijo Kael finalmente, con voz grave y firme.
Un murmullo recorrió el círculo como un escalofrío colectivo. Varios lobos se inclinaron hacia adelante, desconcertados. Los ancianos no dijeron palabra. Solo observaban.
Adelia sintió un vértigo súbito. El mundo giró, y sus pies parecieron perder contacto con el suelo.
—¿Qué...? —murmuró, apenas audible, la garganta cerrada por la incredulidad.
Kael no apartó la mirada. Estaba erguido, imponente, con sus veinticuatro años de fuerza y liderazgo marcados en cada línea de su cuerpo. Sus hombros anchos, su altura cercana a los dos metros, su porte decidido... todo en él irradiaba dominio. Pero también frialdad.
—El lazo puede existir —continuó—, pero eso no lo hace válido. No eres adecuada para ser mi Luna.
—¿Adecuada? —repitió ella con incredulidad. El aire en sus pulmones ardía, y no sabía si era de rabia o de vergüenza.
—Eres débil, Adelia. No controlas tus transformaciones. No tienes linaje digno. Eres apenas una loba sin rango. ¿Cómo puede alguien como tú guiar a esta manada conmigo?
Sus palabras no fueron solo un rechazo. Fueron una condena pública.
La joven no pudo evitar dar un paso atrás. Las miradas de los otros lobos eran cuchillas: unas de lástima, otras de desprecio. Algunas de simple curiosidad morbosa. Ninguna de comprensión.
—¡El destino eligió! —exclamó una voz masculina entre la multitud. Era el Beta, el segundo al mando. Había visto lo que ocurrió cuando ambos se encontraron. Había sentido el estremecimiento del lazo.
Pero Kael no se inmutó.
—El destino puede equivocarse —espetó.
Silencio.
Adelia temblaba. Pero no de miedo. Su lobo interior, usualmente silencioso, gimoteaba con una mezcla de dolor y furia. El lazo estaba allí. Podía sentirlo, aún vibrante, aún vivo. ¿Cómo podía él ignorarlo?
—No puedes simplemente negarlo —dijo ella, con voz temblorosa pero decidida—. Esto... esto es más grande que nosotros.
Kael la miró largo rato. Por un momento, una sombra de duda cruzó su rostro. Un instante en que sus pupilas parecieron suavizarse. Pero fue efímero. Una chispa de compasión, aplastada por el peso de sus propias decisiones.
—Lo que tú sientes no es mutuo —mintió.
La miró con asco y repitió:
—Te rechazo, no serás mi Luna y con este juramento corto nuestros lazos sagrados.
Y con esas palabras, lo destruyó todo.
Adelia retrocedió otro paso. Sus piernas cedieron y cayó de rodillas. El círculo no se movió. Nadie se acercó a consolarla. Nadie la defendió. La ley del vínculo predestinado era sagrada, pero no obligatoria. Un Alfa podía rechazar. Aunque pocos lo hacían. Y menos de forma tan cruel.
—No hay lugar para ti aquí —sentenció Kael, y se volvió de espaldas.
La sentencia estaba dictada. Pero no fue él quien pronunció la última palabra.
Una voz femenina, firme y aguda, se alzó entre los presentes.
—No podemos permitir que una loba rechazada y descontrolada permanezca entre nosotros. Su presencia pone en peligro el equilibrio de la manada.
Era Selira. Una loba de alto rango, cercana al Alfa. Siempre ambiciosa. Siempre a la espera de una oportunidad para brillar.
—Propongo su destierro —añadió, con una mirada venenosa dirigida a Adelia.
Los ancianos murmuraron. Uno de ellos asintió lentamente. Otro simplemente cerró los ojos. Nadie objetó.
Adelia quiso hablar, defenderse, gritar. Pero no tenía fuerzas. No tenía palabras. Solo vacío.
Y entonces, sin juicio, sin defensa, sin consuelo...
Fue desterrada.Despertó envuelta en mantas ásperas, con olor a humo y hierbas secas. La habitación era pequeña, acogedora. Afuera, el sonido de pájaros y el murmullo de un arroyo cercano.
Intentó moverse, pero un gemido escapó de sus labios. Dolía todo.
—No te apresures —dijo una voz grave y tranquila.
Un anciano, de barba larga y blanca, se inclinó sobre ella con ojos sabios y una sonrisa amable. Vestía una túnica sencilla y llevaba un bastón de madera nudosa. El aire a su alrededor olía a magia antigua.
—¿Dónde... estoy? —logró preguntar ella.
—En Aster. Un pequeño pueblo humano, lejos de las tierras de los tuyos. Aquí, el odio no tiene garras —respondió el anciano.
—¿Quién eres?
—Cedric. Mago retirado, jardinero aficionado y ocasional recolector de lobas perdidas —dijo con una sonrisa.
Ella frunció el ceño.
—¿Por qué me salvaste?
Cedric se sentó junto a la cama y suspiró.
—Porque el mundo está cambiando. Y tú... tú eres una pieza clave en ese cambio. Aunque aún no lo sepas.
Adelia no respondió. Cerró los ojos. No confiaba. No entendía. Pero estaba viva. Y, por primera vez desde que fue desterrada, no sentía miedo.
Cedric se levantó, dejando a su lado una taza humeante.
—Bebe cuando puedas. Y descansa. Tu historia no ha terminado, pequeña loba. Apenas comienza.
Y así, entre sombras y dolor, Adelia dio su primer paso hacia una nueva vida. Una que aún no comprendía. Una que iba a escribir con sus propias garras.