El edificio era exactamente como lo recordaba.
El mismo mármol oscuro.
Las mismas columnas imponentes.
El mismo silencio que parecía observarte mientras caminabas.
Pero esta vez no entré sola.
Adrian caminaba a mi lado, un paso adelante, marcando el ritmo sin mirarme. Traje negro impecable, expresión contenida, mandíbula tensa. Nadie se atrevía a cruzarse en nuestro camino. A donde él iba, el mundo se abría.
Yo sentía el peso del pasado en cada paso.
—Aquí fue —dijo de pronto, deteniéndose frente a una puerta doble de madera—. El auditorio.
Mi respiración se volvió irregular.
No necesitaba que lo dijera.
Mi cuerpo ya lo sabía.
—No tienes que entrar si no quieres —añadió, sin mirarme.
Me giré sorprendida.
—¿Eso es una opción? —pregunté.
Sus labios se tensaron apenas.
—Siempre hay opciones —respondió—. Algunas solo tienen consecuencias peores.
Empujó la puerta.
El auditorio estaba vacío. Filas y filas de asientos oscuros, el escenario iluminado por una luz blanca central. El mismo lugar