Isabella Moretti no creía en las coincidencias.
Por eso, cuando se plantó frente al escritorio de Adrian Blackwood a primera hora de la mañana siguiente, lo hizo con la seguridad de alguien que ya había entendido demasiado.
—Tenemos que hablar —dijo, cerrando la puerta tras de sí.
Adrian no levantó la vista de la pantalla.
—Si es sobre el cóctel, fue impecable —respondió—. Los inversionistas quedaron satisfechos.
—No hablo del cóctel —replicó ella—. Hablo de Valeria.
Eso hizo que él se detuviera.
Isabella avanzó unos pasos, apoyando ambas manos sobre el escritorio.
—No soy tu amante —continuó—. No soy tu distracción. Y tampoco soy ciega.
Adrian alzó finalmente la mirada.
—Tenemos un acuerdo —dijo con frialdad—. Y lo estás cumpliendo muy bien.
—Sí —asintió Isabella—. Pero los acuerdos se rompen cuando una de las partes miente por omisión.
El silencio se volvió tenso.
—Ella no es una empleada más —añadió—. No es una asesora, ni una protegida. Es el centro de todo este desastre… y tú lo