El silencio del departamento era demasiado pesado.
No era un silencio tranquilo, sino uno cargado de advertencias, como si las paredes mismas supieran que algo estaba a punto de estallar.
Valeria estaba de pie frente a la ventana panorámica, mirando la ciudad extendida bajo sus pies como un campo de batalla iluminado. Tenía los brazos cruzados, la espalda recta, el mentón alto. Ya no temblaba.
Había hablado.
Sin permiso.
Sin autorización.
Sin pedirle nada a Adrian Blackwood.
Y eso, lo sabía, tendría consecuencias.
El sonido seco de la puerta principal al abrirse la hizo girar apenas. No necesitó mirarlo para saber que era él. Su presencia siempre llegaba antes que su voz.
—¿En qué estabas pensando? —preguntó Adrian, con un tono bajo… peligrosamente controlado.
Valeria se giró por completo.
Ahí estaba. Traje oscuro. Mandíbula tensa. Los ojos grises encendidos con algo que no era solo rabia. Era miedo. Uno que él jamás admitiría.
—Pensando en que no soy tu propiedad —respondió ella sin