Mundo ficciónIniciar sesión
El sonido de mi propio corazón era lo único que escuchaba mientras corría bajo la lluvia.
Latía tan fuerte que me dolía el pecho, como si mi cuerpo supiera que ese día no estaba en juego solo una entrevista… sino todo lo que me quedaba. Mis zapatos estaban empapados, mi blusa pegada al cuerpo y mis manos temblaban mientras sostenía la carpeta con mis documentos. Tenía solo una oportunidad. Una. Y estaba a punto de perderla. —Por favor… no cancelen la entrevista —susurré, entrando al enorme edificio de Blackwood Corporation, una de las empresas más poderosas del país. El guardia me miró de arriba abajo, el cabello húmedo, la ropa arrugada, los zapatos baratos. Su expresión dejó claro que, para él, yo no pertenecía a ese lugar tan elegante. —¿Nombre? —preguntó serio. — Valeria. Tengo entrevista a las nueve… llego unos minutos tarde. Miró su reloj. Él frunció el ceño. —El CEO odia la impuntualidad. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Justo lo que temía. Por un segundo pensé que me sacaría de inmediato, que todo terminaría ahí, pero finalmente dio un paso al costado y me dejó pasar. No dijo nada más. No hizo falta. Su mirada ya me había juzgado. Corrí hacia los ascensores, con el estómago hecho un nudo. Mientras subía, me observé en el espejo: ojeras marcadas, labios pálidos, los ojos cargados de cansancio y miedo..... pero decidida. No podía fallar. Mi familia dependía de mí. - No puedo fallar, me repetí. Las cuentas atrasadas. Las noches sin dormir. Las promesas que hice sin saber cómo cumplirlas. Las puertas se abrieron y el pasillo me recibió con un silencio intimidante. Alfombra impecable, paredes oscuras, obras de arte que seguramente costaban más que todo lo que yo había ganado en un año, demasiado elegante para alguien como yo. Caminé con pasos inseguros hasta el escritorio de recepción. La secretaria era perfecta: tacones altos, maquillaje impecable, mirada afilada. Me observó con una mezcla de lástima y advertencia. —Lo siento, cariño. El señor Blackwood no va a atender a nadie que llegue tarde. Sentí que el mundo me caía encima. —Por favor —dije con la voz quebrada—. Solo necesito cinco minutos. solo cinco Ella me estudió en silencio, como si evaluara si valía la pena arriesgarse. Finalmente suspiró, presionó un botón y señaló una puerta negra imponente al fondo del pasillo. —Puedes intentar… pero te advierto algo —bajó la voz—: él no es amable. Respiré hondo y toqué la puerta. —Pase —ordenó una voz profunda, autoritaria desde el fondo, que hizo vibrar mis rodillas. Entré. Y ahí estaba él. Detrás de un escritorio enorme, con una vista panorámica de la ciudad cubierta por la lluvia, estaba Adrian Blackwood. Traje oscuro impecable, postura dominante, presencia abrumadora. No necesitaba levantar la voz para imponer respeto. El CEO más temido del país. Sus ojos grises recorrieron mi figura con frialdad, como si yo fuera un objeto más sobre la mesa. Sentí que podía ver a través de mí, hasta mis miedos más profundos. —Llegas tarde —dijo, sin levantar del todo la mirada de los documentos. —Lo siento, señor Blackwood. La lluvia… el transporte… hice todo lo posible por llegar. Sus ojos grises se alzaron hacia mí lentamente. —Excusas. La puntualidad es la base de la disciplina. Y yo no contrato a personas indisciplinadas. Mis manos apretaron la carpeta con fuerza. —Solo necesito que escucheme… por favor. Un silencio pesado llenó la oficina. Él se levantó de su silla, caminó hacia mí y se detuvo a apenas un metro. Su presencia era abrumadora, dominante, peligrosa, casi intimidante. —¿Sabes cuántas personas mataría por tener esta entrevista? —susurró—. Y tú vienes diez minutos tarde. Bajé la mirada, sintiendo vergüenza… hasta que él habló de nuevo. —Pero… —su voz bajó un tono, casi como si disfrutara el suspenso— algo en ti me llama la atención. Levanté la cabeza sorprendida. Sus ojos estaban clavados en mí, intensos, estudiándome. —¿Por qué quieres este trabajo? —preguntó. Trague saliva. —Porque… necesito el dinero —respondí con sinceridad—. Y porque sé trabajar duro. Si me da una oportunidad, no lo decepcionaré. Él sonrió. Una sonrisa tan peligrosa como seductora. —Una oportunidad… —repitió, dando un paso más cerca—. Las oportunidades siempre tienen un precio. Mi respiración se aceleró. —¿Qué… qué quiere decir? —Quiero ver hasta dónde estás dispuesta a llegar —susurró, inclinándose lo suficiente para que su voz rozara mi oído— para conseguir lo que deseas. Sentí la piel erizarse. Él se apartó, volvió a su escritorio y tomó un documento. Lo sostuvo en el aire unos segundos, disfrutando del silencio. —Tengo una propuesta para ti —dijo—. No es un contrato común. Y no todas las mujeres serían capaces de aceptarlo. Mi corazón se detuvo. —¿Qué tipo de contrato? —pregunté con un hilo de voz. Él me miró fijamente… y en ese instante lo supe: Ese día, bajo la lluvia, sin saberlo… no solo entré a Blackwood Corporation. entré en el mundo del hombre más peligroso que conocería en mi vida. Y estaba a punto de decidir si vendería algo más que mi tiempo. Mis ojos bajaron lentamente hasta el documento que sostenía entre sus dedos. No podía leerlo desde donde estaba, pero no hacía falta. No era un contrato cualquiera, eso lo sabía por la forma en que lo miraba, como si fuera una trampa cuidadosamente diseñada. —Tómalo —ordenó, dejándolo sobre el escritorio—. Léelo. Di un paso adelante con cautela. Cada movimiento se sentía pesado, como si el aire dentro de la oficina se hubiera vuelto más denso. Me acerqué, apoyé la carpeta con mis documentos a un lado y tomé el papel. Las primeras líneas hablaban de confidencialidad, disponibilidad, compromiso absoluto con la empresa. Palabras frías, impersonales… hasta que llegué a un punto que hizo que mi estómago se contrajera. No había horario definido. No había funciones específicas. Y, sobre todo, no había una duración clara. —Esto es muy… abierto —murmuré, alzando la vista hacia él. Adrian se apoyó contra el escritorio, cruzando los brazos con tranquilidad. —La gente desesperada suele apreciar la flexibilidad —respondió—. Y tú lo estás, Valeria. Lo veo en tus ojos. Sentí el golpe de sus palabras como una bofetada. Quise negarlo. Quise decirle que no me conocía, que no tenía derecho a juzgarme así. Pero la verdad se me quedó atrapada en la garganta. Porque tenía razón. Pensé en mi casa pequeña, en las facturas acumuladas sobre la mesa, en las noches contando monedas y en el miedo constante de no llegar a fin de mes. Pensé en todo lo que perdería si salía por esa puerta sin ese trabajo. —¿Qué espera de mí exactamente? —pregunté, apretando el documento con fuerza. Sus labios se curvaron apenas. —Lealtad —respondió—. Discreción. Y que entiendas que, si aceptas, mi palabra estará por encima de cualquier cláusula escrita. Un nuevo escalofrío recorrió mi cuerpo. —¿Y si digo que no? El silencio volvió a apoderarse de la oficina. Adrian me observó durante unos segundos eternos. Luego caminó lentamente hacia la ventana, dándome la espalda. —Entonces saldrás por esa puerta —dijo con calma— y esta entrevista no habrá significado nada. Para mí… ni para ti. Sus palabras no eran una amenaza directa. Eran peores. Eran la verdad. Miré el contrato una vez más. Mis manos temblaban. Sentía que, de una forma que aún no comprendía, ese papel podía cambiarlo todo. No solo mi trabajo. No solo mi futuro. Algo más profundo. Algo que quizá no podría recuperar. —No te estoy obligando —añadió él sin girarse—. Las decisiones importantes siempre se toman solas. Levanté la vista hacia su espalda recta, dominante. Respiré hondo. Sabía que, pasara lo que pasara después, ese momento quedaría grabado para siempre en mi memoria. Porque al cruzar esa puerta, ya no habría vuelta atrás. Y mientras sostenía el contrato entre mis dedos, entendí algo con una claridad aterradora: Aceptar significaba sobrevivir. Rechazarlo… podía costarme mucho más que un empleo.






