El mundo se inclinó bruscamente. Eva sintió que el suelo bajo sus pies se convertía en arena movediza mientras la profesora Ramírez explicaba algo sobre ecuaciones diferenciales. Las voces a su alrededor se distorsionaron, como si de repente estuviera escuchando todo a través del agua.
—¿Eva? —la voz de Claudia sonaba lejana—. ¿Estás bien? Estás pálida.
Intentó responder, pero su lengua parecía de plomo. Un sabor metálico inundó su boca, espeso y cálido. Familiar de alguna manera que no lograba comprender.
—Yo... —fue lo único que logró articular antes de que la oscuridad la engullera por completo.
En la negrura de su inconsciencia, Eva no estaba sola. Había una presencia. Cálida. Antigua. Hambrienta. Se vio a sí misma arrodillada sobre un suelo de piedra, lamiendo gotas de un líquido escarlata que formaban intrincados patrones. Cada gota sabía a vida, a poder, a eternidad. Y detrás de ella, Lucian la observaba con ojos que brillaban como brasas en la oscuridad.
—Sanguis vitae, sangui