La luna menguante apenas iluminaba el bosque cuando Lucian salió de la casa. Sus pasos no hacían ruido sobre la hojarasca; siglos de práctica le habían enseñado a moverse como una sombra. El aire frío de la madrugada no le afectaba, pero lo agradecía. Necesitaba esa sensación cortante para aclarar su mente, para alejar el aroma de Eva que parecía haberse impregnado en cada rincón de su ser.
La sed lo consumía. No era hambre, no era deseo. Era una necesidad primitiva que arañaba sus entrañas y nublaba su juicio. Tres días sin alimentarse. Tres días observando el pulso en el cuello de Eva, escuchando el flujo de su sangre, imaginando su sabor.
Se detuvo junto a un roble centenario y apoyó la frente contra la corteza rugosa.
—Control —murmuró para sí mismo—. Solo necesito control.
Pero el control se desvanecía cada vez que pensaba en ella. En cómo había sobrevivido a su beso. En cómo la marca en su muñeca parecía latir cuando estaban cerca. En cómo sus ojos lo miraban sin miedo, desafian