3

Eva

Desperté con el sabor metálico de la noche en la boca, y un susurro de incertidumbre bailando entre mis pensamientos. La fiesta, la mansión, el murmullo de risas distantes… todo se mezclaba en un remolino borroso, excepto una cosa: ese beso. Un beso que quemaba aún en mi piel, vivo, persistente, imposible de olvidar.

Me incorporé lentamente, tocando mi cuello con la yema de los dedos. Allí estaba. Una cicatriz, fina pero evidente, que no había estado antes. Como una marca invisible para todos excepto para mí. Mi pulso, acelerado y extraño, me recordaba que algo había cambiado, que no volvería a ser la misma.

Pero no solo mi cuerpo estaba alterado. Los sueños llegaron pronto, visiones que no me pertenecían: un castillo antiguo envuelto en llamas, voces susurrando mi nombre en lenguas olvidadas, y la figura de un hombre — idéntico a Lucian, pero con ojos que parecían conocer tormentos que él no mostraba. ¿Quién era ese hombre? ¿Y por qué esas imágenes me perseguían como un eco de un pasado olvidado?

La incertidumbre me llevó a la calle, donde su sombra se dibujó entre las luces tenues. Lucian apareció, silencioso y distante, sus ojos atrapándome con una intensidad que me quemaba. Lo reconocí al instante, aunque él fingió no verme. La tensión entre nosotros era tangible, como un hilo invisible tirando con fuerza. Quise acercarme, rozar su piel, pero él retrocedió con brusquedad, dejando un vacío que dolía más que cualquier rechazo físico.

La confusión me embargó, me sentí perdida en un juego del que no entendía las reglas. Comencé a buscar respuestas: investigué la historia de la mansión, los rumores oscuros, los mitos que los habitantes evitaban nombrar. Cada pista confirmaba que había algo más grande, más peligroso, esperando ser descubierto.

Una tarde, en la biblioteca polvorienta, una anciana me miró fijamente y me susurró, —Si te besó y sigues viva, entonces eres la llave. Pero cuidado… una llave también puede abrir el infierno.

Un escalofrío recorrió mi espalda, y supe que mi vida acababa de cambiar para siempre.

La voz de la anciana seguía resonando en mi mente mientras salía de la biblioteca. “Eres la llave… y una llave también puede abrir el infierno.” ¿Qué demonios significaba eso? Intenté no pensar en Lucian, pero sus ojos hipnóticos me atormentaban más que cualquier sueño extraño.

Caminé por las calles con el peso de esa frase clavado en el pecho, mientras la cicatriz en mi cuello ardía levemente. Cada paso me acercaba a un mundo que desconocía, un mundo donde no solo estaba en juego mi cordura, sino mi vida entera.

Me senté en un banco de un parque cercano, el aire frío me dio un poco de respiro. Saqué mi teléfono y busqué en internet cualquier referencia a la mansión o a un hombre llamado Lucian. Los resultados eran vagos, leyendas urbanas mezcladas con noticias antiguas. Historias de una maldición, desapariciones misteriosas y la figura de un vampiro condenado.

De repente, sentí una presencia detrás de mí. Mi corazón latió con fuerza y me giré, encontrándome cara a cara con Lucian. Esta vez no fingió desconocerme. Su mirada era una tormenta contenida, tan oscura como el abismo.

—¿Por qué sigues aquí? —su voz era un susurro áspero, cargado de advertencia y deseo.

—Porque necesito respuestas —respondí, sorprendida de mi propia valentía—. Porque tú eres la única conexión que tengo con todo esto.

Se acercó lentamente, demasiado cerca para que mi cuerpo no lo notara. La mezcla de miedo y atracción era insoportable.

—No sabes en qué te estás metiendo, Eva. Esto puede destruirte —me advirtió, pero sus ojos brillaban con algo más, algo vulnerable.

—Quizás ya estoy rota —dije, intentando ocultar el temblor en mi voz—. O quizás, por primera vez, quiero entender.

Lucian me miró fijamente, sus labios se curvaron en una sonrisa triste.

—No sabes cuánto me duele, pero debo alejarme de ti.

Antes de que pudiera reaccionar, desapareció entre las sombras, dejándome con un frío que no era solo del aire.

Esa noche, las imágenes en mi mente fueron más intensas. El castillo en llamas, un hombre que no era Lucian, y el murmullo de una promesa rota hace siglos. La cicatriz en mi cuello parecía latir, recordándome que yo ya no era la misma.

Mientras el sol asomaba, supe que debía enfrentar la verdad. La llave que era podría abrir puertas que nadie debería tocar, y detrás de esas puertas, esperaba el infierno.

El amanecer rompía con su tenue luz la oscuridad de la noche, pero no lograba iluminar el laberinto de pensamientos que se había instalado en mi mente. Aún sentía el calor de la presencia de Lucian, como una llama que no terminaba de extinguirse y que amenazaba con consumirlo todo.

Me levanté del banco con pasos vacilantes, consciente de que algo dentro de mí ya no podía ser ignorado. La cicatriz en mi cuello me recordaba que la realidad había cambiado. ¿Qué clase de marca era esa? ¿Por qué me había despertado esas imágenes ajenas a mí? El castillo, el fuego, aquel hombre que se parecía tanto a Lucian, pero con una expresión distinta, más fría, más despiadada.

Decidí regresar a la mansión abandonada. Algo me decía que ese lugar tenía las respuestas, aunque también el peligro. Mientras caminaba, las sombras parecían susurrarme secretos, viejos y oscuros como la tierra misma. La mansión se alzaba como un gigante dormido, sus ventanas vacías parecían ojos sin vida que me observaban con cautela.

Entré con cautela. El aire estaba pesado, impregnado de polvo y recuerdos. Avancé hasta llegar al salón principal, donde la luz se filtraba a través de las grietas del techo. Fue entonces cuando sentí, no vi, la presencia de Lucian. Su voz resonó en mi cabeza, profunda y cargada de emociones que no podía comprender del todo.

—Eva… ¿Por qué sigues aquí?

No respondí. Sabía que la respuesta no era sencilla, ni para él ni para mí.

—No puedo permitir que te acerques más —continuó, y sentí un dolor punzante en su voz—. Mi maldición es un veneno. Y tú… tú eres la única inmunidad conocida.

Me giré, enfrentando por primera vez la tormenta que era Lucian. Sus ojos brillaban con un fuego contenido, y su rostro, marcado por siglos de sufrimiento, parecía vulnerable.

—¿Inmunidad? —pregunté con incredulidad—. ¿Qué significa eso para ti? Para mí?

Se acercó lentamente, su mirada clavada en la mía, tan intensa que me obligaba a no apartar la vista.

—Significa que hay algo en ti que podría salvarme o destruirnos a ambos —dijo en un susurro.

La tensión entre nosotros era palpable, un hilo invisible que nos ataba sin permiso.

—¿Y si soy la clave para romper la maldición? —dije, dejando escapar un suspiro—. ¿Qué pasa si al hacerlo, abro puertas que deberían permanecer cerradas?

Lucian bajó la mirada, y por un momento, la fortaleza que lo definía se deshizo.

—Entonces ambos estamos condenados.

En ese instante, el silencio de la mansión se rompió por un sonido sutil, un susurro que parecía provenir de las paredes mismas. Un viento frío recorrió el salón, y sentí que algo antiguo y poderoso nos observaba, juzgándonos.

Sin poder evitarlo, mis manos buscaron las de Lucian. La electricidad que sentí al tocarlas fue a la vez aterradora y adictiva.

—No te alejes —le susurré—. Necesito entender.

Por un instante, pareció a punto de ceder, pero con un movimiento brusco, se apartó.

—Debo protegerte, Eva. Aunque signifique alejarme para siempre.

Antes de que pudiera decir algo más, desapareció entre las sombras, dejándome sola, con el eco de sus palabras y el peso de una verdad que apenas comenzaba a descubrir.

El sol ya estaba alto cuando salí de la mansión, y su luz parecía insuficiente para iluminar el camino oscuro que me esperaba.

Sabía que esa cicatriz no era solo una marca; era el primer signo de una conexión que desafiaba el tiempo, la muerte y las maldiciones. Y también, el inicio de un juego peligroso donde cada paso podría ser el último.

Mi corazón latía con fuerza, no solo por miedo, sino por una esperanza temeraria. Porque a pesar de todo, algo en mí quería creer que ese beso prohibido no había sido una sentencia, sino una promesa. Una promesa que ni siquiera Lucian parecía estar dispuesto a entender del todo.

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