Lucian
La noche caía densa sobre la ciudad, oscura como mi alma cargada de siglos. Caminaba con paso firme por las calles empedradas, con la mente a punto de estallar. El peso de mi maldición era más insoportable que nunca, y el nombre de Eva quemaba en mi boca como un veneno que no podía expulsar. Había ido a buscar a Varek, un antiguo aliado vampiro, alguien con poder y conocimiento, a quien solo recurría en casos desesperados. Y este, a pesar de todo, se negaba a lo que yo le pedía: eliminar a Eva.
—Lucian —dijo con esa voz profunda, fría, casi burlona—. Si ella es la excepción, si ha sobrevivido a tu toque, entonces quizá no estés condenado. Quizá puedas liberarte.
Me reí con amargura, sacudiendo la cabeza. Liberarme. No había esperanza en mí. Mi beso era una sentencia de muerte, un pacto de sangre que solo traía dolor.
—Eres un idealista, Varek —le respondí—. Ella es un riesgo. Una anomalía. Y los riesgos en nuestro mundo solo traen muerte.
Pero mientras discutíamos, una verdad oculta comenzó a desvelarse, tan oscura y retorcida como el destino que me había sido impuesto. La última mujer que había sobrevivido a mi maldición no era una humana común. Era una bruja condenada, una de esas pocas elegidas capaces de retorcer el tejido de la vida y la muerte. Y ahora, el terror me golpeó con fuerza: Eva tiene su sangre.
—¿Quieres decir que Eva… es parte de ese linaje maldito? —preguntó Varek, interesado y alarmado a la vez.
Asentí, sintiendo cómo mi mundo se fracturaba lentamente.
—Es la llave y la trampa —musité—. Y si la dejo vivir, todo lo que he soportado podría venirse abajo.
El silencio cayó pesado mientras cada uno contemplaba las consecuencias. No era solo mi vida, era un juego mortal en el que las reglas se escribían con sangre.
Pero entonces, el día siguiente me encontró en la biblioteca antigua, el único lugar donde podía encontrar un atisbo de paz, aunque fuera temporal. Y fue allí donde la vi.
Ella entró con una sonrisa ligera, como si no supiera el torbellino que desencadenaba con cada paso que daba. Usaba un nombre nuevo, uno que no reconocí al instante, pero sus ojos… sus ojos ardían con la misma intensidad que recordaba.
El tiempo pareció detenerse cuando me miró, con esas preguntas inocentes y provocativas que eran tan suyas, tan imposibles de resistir.
—Lucian —dijo, y el sonido de mi nombre en sus labios fue una daga en mi pecho—. ¿Sigues huyendo de mí o solo estás jugando a ser indiferente?
Me quedé congelado, con las palabras atrapadas en mi garganta y el corazón latiendo tan fuerte que sentí que podría escuchar su pulso mezclado con el mío. Intenté desviar la mirada, pero ella se acercó con una seguridad que me desarmó.
—¿Por qué me miras así? —susurró, su aliento rozando mi piel—. ¿Acaso temes que yo te rompa?
La tensión era eléctrica, un imán imposible de ignorar. Pero yo debía resistir. Porque había un secreto que aún no podía compartir.
Finalmente, en un suspiro que casi me traiciona, le confesé la verdad. No todo, pero sí lo suficiente.
—Eva, hay algo en mí, algo que te pone en peligro. Tengo una maldición. Todo lo que beso… muere. No puedo tocarte. No quiero hacerte daño.
Sus ojos se llenaron de comprensión, pero también de un deseo que me paralizaba.
—Entonces aléjate —le pedí, con una voz quebrada—. Por tu bien.
Pero la determinación en su mirada no flaqueó. Más bien, parecía decirme que el destino ya estaba escrito, y que ninguno de los dos podría escapar.
Y en ese momento, cuando pensé que todo estaba perdido, ella se acercó, tan cerca que el mundo dejó de existir para nosotros. Sus labios encontraron los míos con una mezcla de desafío y ternura.
Y una vez más, sobreviví a su beso.
Un milagro. O una maldición aún más profunda.
Porque si ella era la excepción, ¿qué significaba eso para mí? ¿Para nosotros?
El juego estaba apenas comenzando, y las piezas se movían bajo una luna sangrienta que prometía mucho más que dolor.
“Si la llave abre el infierno, entonces estoy listo para entrar,” pensé, mientras el eco de su beso aún ardía en mi piel.
El sabor de sus labios todavía quemaba en mi boca, un contraste brutal con el frío que me recorría el cuerpo. No podía explicarlo, pero esa segunda vez había sido diferente. No solo había sobrevivido —había respondido—, como si algo en ella quisiera retar mi maldición. Una maldición que yo había creído inquebrantable, una condena eterna de muerte para quienes se cruzaran en mi camino.
Me aparté lentamente, sintiendo cada fibra de mi ser peleando contra el impulso de lanzarme otra vez hacia ella, de perderme en ese contacto prohibido. Pero también estaba el miedo, ese miedo atávico que me había marcado durante siglos. “No te dejes vencer, Lucian,” me repetí en voz baja, intentando recuperar la compostura.
Ella me miraba con esa mezcla de desafío y ternura, esa luz en sus ojos que podía hacer temblar hasta el más implacable de los vampiros. Sin embargo, yo no podía corresponder. No todavía. No sin destruirla.
—¿Por qué me rechazas? —su voz era un susurro, tan cerca que podía sentir su respiración en mi piel—. Si no soy el peligro, ¿entonces qué soy para ti?
Quise decirle la verdad completa, pero las palabras se ahogaron en mi garganta. ¿Cómo explicarle que llevaba siglos en soledad por un pacto sangriento, que mi beso era una sentencia de muerte? Que su simple existencia podría ser la llave para desatar un infierno que yo mismo no podía controlar.
—No es solo tu vida —confesé finalmente—. Es la mía también. Porque cada vez que me acerco, corro el riesgo de perderlo todo. Y a ti más que a nadie.
Sus ojos se nublaron un instante, pero no se apartó. Se acercó un poco más, invadiendo mi espacio sin permiso, como si deseara que ese contacto rompiera las barreras invisibles que nos mantenían alejados.
—Entonces no me dejes —me dijo, y su voz tembló con una emoción sincera—. No me alejes.
Esa súplica fue un golpe bajo, una herida abierta que me recordó por qué había tratado de mantenerla lejos. Pero ella no era una mujer común, y eso me asustaba más que nada.
De repente, el sonido de un cristal roto a la distancia me hizo girar la cabeza. La biblioteca, nuestro refugio, parecía querer recordarnos que el mundo real seguía ahí afuera, cruel e implacable.
Eva aprovechó el momento para tomar mi mano, firme, como si en ese contacto quisiera trazar un mapa que me condujera fuera de mi propio tormento.
—No puedes luchar solo contra tu destino —murmuró—. Y yo no tengo miedo.
Y no pude evitar sentir que estaba perdida. Perdida en mí, en la maldición que me consumía y en el deseo que me quemaba por dentro.
Pasamos horas hablando en susurros, ella preguntando, yo respondiendo con cuidado, como si mis palabras fueran cuchillos que podían abrir heridas irreparables. Revelé fragmentos de mi pasado, del pacto con la hechicera, del castigo que me había condenado a matar con un simple beso.
—La última vez que alguien sobrevivió —le dije—, fue porque tenía sangre de bruja. Y tú tienes esa misma sangre.
Ella me miró con incredulidad, pero también con una determinación que me paralizó.
—Entonces no soy solo una víctima —dijo—. Soy una posibilidad.
La idea era aterradora y a la vez fascinante. Podía ser mi salvación o mi destrucción, y eso me obligaba a replantear todo lo que creía saber sobre la maldición.
La noche avanzaba y con ella la tensión entre nosotros se volvió insoportable. No era solo deseo; era una lucha entre lo que queríamos y lo que debíamos evitar. Un pacto silencioso, más fuerte que cualquier palabra, que nos mantenía al borde del abismo.
Cuando Eva volvió a rozar mis labios con los suyos, no me resistí. Esta vez el beso fue lento, profundo, lleno de promesas no dichas y miedos compartidos. Sentí su calor como un fuego que podía derretir hasta la piedra, y en ese instante supe que no había marcha atrás.
Porque en su piel y en su sangre estaba mi destino, y el precio por amar podría ser demasiado alto para los dos.
Mientras me apartaba, ella susurró contra mi boca:
—Si soy la llave, entonces abre la puerta. Estoy lista para lo que venga.
Y yo, con el corazón hecho pedazos y la maldición aún intacta, supe que el verdadero pacto de sangre acababa de comenzar.