Lucian
Desde la distancia, la observaba. Eva. La única mujer que, contra toda lógica y maldición, seguía respirando después de besarme. Me preguntaba qué demonios había en ella, qué secreto ocultaba esa mirada tan fría y, sin embargo, tan viva. La fiesta continuaba, risas lejanas, música estridente que no alcanzaba a tocar mi silencio sepulcral. Mi mundo, desde hace trescientos años, estaba teñido de sombras y muerte, pero ahora ese eco de vida se había colado en mi oscuridad, y me desquiciaba.
Mi maldición era un veneno que se infiltraba en cada latido, un castigo cruel por una traición que aún quemaba mi memoria. No, no siempre fui así. Hubo un tiempo en que amé sin miedo, sin cadenas. Pero aquel pacto roto con una hechicera poderosa me condenó. Su furia se convirtió en mi prisión: mi beso, mi más íntima expresión de pasión, era ahora un sello de muerte. El primer beso que di tras el castigo, una mujer inocente, murió en mis brazos, y desde entonces, su sangre mancha mi alma.
Recuerdo aquella noche como si fuera ayer. La luna estaba alta, testigo mudo de mi condena. Sentí el frío recorrer mi espina dorsal cuando mis labios tocaron los de aquella mujer, su fragilidad desapareciendo al instante. Su último suspiro fue un cuchillo que se hundió en mi pecho. Desde entonces, he sido una sombra errante, un espectro temido y odiado.
Pero Eva... Ella fue distinta. No tembló, no gritó, no sucumbió al terror. Sus labios respondieron, firmes y cálidos, desafiando a la muerte que debería haberla reclamado. Sentí su sabor, un delicado contraste con la oscuridad que me habita. Su piel, a pesar de todo, vibraba con vida. Había algo en ella que no era del todo humana, y eso me enfurecía y me atraía en igual medida.
El deseo se mezclaba con el miedo, como un veneno dulce que no podía evitar probar. Cada vez que pienso en ella, siento esa tensión vibrante, ese fuego contenido que amenaza con quemar mi autocontrol. No puedo permitirme perder la poca razón que me queda, pero tampoco puedo apartarla de mi mente.
¿Podría ella ser mi salvación? ¿O será mi destrucción definitiva? Esta maldición no solo me aísla, sino que me convierte en un arma, un hombre condenado a matar lo que ama. Y ahora, ese dilema se vuelve insoportable.
He decidido buscarla. No para besarla otra vez —esa locura sería mi perdición— sino para matarla antes de que la maldición se extienda, antes de que ambos acabemos consumidos por un fuego que no podemos controlar.
Porque en esta noche oscura, solo una cosa está clara: si no la detengo, nadie lo hará.
El aire frío de la madrugada me cortaba la piel, pero nada podía apagar el fuego que ardía en mi interior. Caminaba entre las sombras de la ciudad, el peso de tres siglos clavado en mis hombros, y ese nombre—Eva—retumbando en mi mente con una fuerza que no había sentido en siglos. ¿Cómo podía alguien sobrevivir a lo que yo represento? Era un enigma tan peligroso como irresistible.
Mientras mis pasos resonaban en las calles desiertas, recordaba cada detalle de su piel contra la mía, de sus labios retadores y esa mirada que no pedía compasión, sino desafío. ¿Por qué ella? ¿Qué la hacía distinta de todas las demás que sucumbieron al toque de mi maldición?
Aquella noche, la hechicera me había marcado no solo con la condena, sino con la soledad absoluta. Un hombre que no podía tocar sin destruir, que debía mantenerse lejos incluso de su propio reflejo. Y sin embargo, aquí estaba yo, obsesionado con una humana que había desafiado la muerte solo con un beso.
Sentí el peso de mi pasado envolverme de nuevo. La traición que me llevó a esta condena había sido un acto desesperado por amor, un pacto roto para salvar a alguien que creía que podía proteger. Pero la hechicera, con su furia inagotable, convirtió mi amor en un arma letal. Cada beso mío era un adiós definitivo, un asesinato silencioso.
Pensar en ella me hacía sentir una mezcla de rabia y desesperación. ¿Era Eva un milagro o una maldición aún peor? Si ella no moría, entonces, ¿qué era? ¿Qué clase de poder latía bajo esa piel que desafiaba las leyes que me aprisionaban?
Me detuve frente a un viejo espejo roto, y por un instante, vi reflejada mi alma: un hombre roto, marcado por el tiempo y el dolor, condenado a la eterna soledad. Pero esa imagen cambió cuando susurré para mí mismo, casi sin querer, “¿Eres tú la clave para mi salvación… o para mi destrucción?”
El pensamiento me arrancó un escalofrío. No podía permitir que mis sentimientos me consumieran. No podía permitir que Eva se convirtiera en otra víctima más.
Decidí buscarla, sí, pero no como un amante desesperado, ni como un ser solitario buscando redención. La buscaría como un verdugo que debe poner fin a lo que empezó, antes de que el destino nos arrastre a ambos hacia un abismo sin retorno.
“Te encontraré, Eva,” murmuré al viento helado, sintiendo el poder antiguo que me corría por las venas. “Y cuando lo haga, será para acabar con esta locura, una vez por todas.”
Pero, en lo profundo de mi pecho, una parte que no había sentido en siglos latía con un ritmo nuevo, inconfundible. Algo que me aterraba y me fascinaba a partes iguales.
Esperanza.
Y no sabía si era el principio de la salvación o el preludio de la perdición.