El viento de octubre arrastraba hojas secas por las aceras mientras Eva caminaba de regreso a su apartamento. La noche había caído temprano, como solía ocurrir en esa época del año, y las farolas proyectaban halos amarillentos sobre el pavimento húmedo. Tres cuadras más y estaría en casa.
Fue entonces cuando lo sintió.
Un escalofrío le recorrió la espalda. No era el frío, sino esa sensación primitiva de ser observada. Se detuvo un instante, fingiendo buscar algo en su bolso mientras echaba un vistazo disimulado a su alrededor. La calle estaba prácticamente vacía, solo un par de transeúntes apresurándose hacia sus destinos.
Continuó caminando, pero ahora los escuchaba claramente: pasos que se sincronizaban con los suyos, manteniéndose a una distancia prudente. Cuando ella aceleraba, también lo hacían. Cuando se detenía, cesaban.
—Eva...
Su nombre, susurrado como una caricia gélida, flotó hasta sus oídos. Se giró bruscamente, pero solo vio sombras entre los edificios.
—¿Quién anda ahí?