Eva despertó sobresaltada, con la respiración entrecortada y el corazón latiendo desbocado contra su pecho. La imagen de aquellos ojos rojos, brillantes como brasas en la oscuridad, seguía grabada en su retina. Había estado observándolos desde la ventana, vigilantes, hambrientos. No había sido un sueño.
Se incorporó en la cama y miró hacia la ventana. La luz del amanecer se filtraba tímidamente entre las cortinas, pero el recuerdo de la noche anterior permanecía intacto, aterrador. Buscó a Lucian con la mirada. Estaba de pie junto a la ventana, inmóvil como una estatua, con la vista fija en el horizonte.
—Lo viste, ¿verdad? —preguntó Eva, envolviéndose con la sábana—. Esos ojos... nos estaban observando.
Lucian se giró lentamente. Su rostro era una máscara perfecta de serenidad, pero Eva había aprendido a leer más allá de sus fachadas.
—No era nada —respondió él con voz neutra—. Vuelve a dormir.
Eva se levantó de la cama, dejando que la sábana cayera al suelo. Se acercó a él con deter