Damian
La noche se extendía como un manto de terciopelo negro sobre nosotros mientras avanzábamos por el sendero estrecho. El silencio entre Elena y yo era denso, cargado de palabras no dichas y sentimientos que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. La observé caminar delante de mí, su silueta recortada contra la tenue luz de la luna. Su determinación era evidente en cada paso que daba, en la forma en que sus hombros se mantenían erguidos a pesar del cansancio.
Había algo en ella que me recordaba a Nadia. No en lo físico —Nadia había sido todo fuego, cabello rojizo y ojos verdes que parecían arder—, sino en esa terquedad, en esa negativa a doblegarse. Nadia también había sido así, indomable hasta el final. Hasta que me traicionó.
—¿En qué piensas? —La voz de Elena me sacó de mis recuerdos. Se había detenido y me miraba con esos ojos oscuros que parecían leer más allá de mi fachada.
—En fantasmas —respondí con sinceridad—. En errores que no se pueden deshacer.
Elena ladeó la cabeza,