El amanecer se filtraba por las rendijas de la ventana cuando abrí los ojos. Damián dormía a escasos metros, su respiración acompasada contrastando con el caos que reinaba en mi interior. Lo observé en silencio, estudiando cada línea de su rostro relajado, tan diferente de la máscara impenetrable que solía mostrar.
¿Cómo podía odiar y desear a alguien con la misma intensidad? La pregunta me atormentaba desde hacía días, como un eco persistente que se negaba a abandonarme. Había algo profundamente perturbador en reconocer que el hombre que representaba todo lo que despreciaba también era quien hacía que mi pulso se acelerara con solo una mirada.
Me incorporé sigilosamente, frotándome las sienes. La cabeza me palpitaba, no solo por el cansancio físico, sino por el agotamiento emocional de mantener esta guerra interna constante.
—Deberías seguir descansando —su voz ronca me sobresaltó. No había notado que estaba despierto.
—No puedo —respondí secamente—. Tenemos que movernos antes de que