El miedo tiene un sabor. Es metálico, como sangre en la boca. Lo he probado tantas veces en las últimas semanas que ya forma parte de mi dieta diaria. Sentada en el suelo de esta habitación destartalada, con la espalda contra la pared y las rodillas recogidas contra el pecho, me pregunto cuánto más puede soportar una persona antes de quebrarse por completo.
El cansancio no es solo físico. Es como si alguien hubiera abierto un agujero en mi alma y por él se escapara toda mi energía, gota a gota. Mis manos, antes firmes al sostener una grabadora o teclear frenéticamente en mi portátil, ahora tiemblan incluso cuando intento llevarme un vaso de agua a los labios.
—Deberías dormir —la voz de Marcus rompe el silencio desde el otro lado de la habitación.
No respondo. No porque no quiera, sino porque el esfuerzo de articular palabras parece monumental. Observo su silueta recortada contra la ventana. Afuera, el amanecer comienza a dibujar los contornos de un paisaje hostil que ya no sé si es p